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La Ruta del Desierto

La Ruta del Desierto

Descanso eterno

A simple vista es solo montículos de arena caliente. Sin embargo, es mucho más. Déjate sorprender por toda la vida que hay en el desierto. Árboles milenarios que luchan por seguir de pie y miles de personas que viven de él. Atrévete a conocerlo, a dormir mirando las estrellas, a sentir cada grano de arena en tu piel.

Dejamos atrás la capital. La brumosa mañana y su lenguaje cautivo. Navegamos rumbo al sur. Kilómetro 253. Entre el amarillo de los horizontes y ríos de viento surcando toboganes de arena se encuentra Mario Vera con Maveco Sand, quien ha hecho del desierto su vida y de los areneros una extensión de su ser. De aquí solo me sacan muerto – nos dijo con una sonrisa. Le creímos sin dudar. Sin GPS, nos introdujo a su imperio. Las dunas y sus sombras.

Camino a la Laguna Morón, un oasis en medio de las dunas, conocimos las distintas texturas del desierto. Una explosión de colores sirvió de antesala al anochecer. Mario encendió la fogata. Con presteza, el cielo nos ofreció una a una, tantísimas estrellas. Antes de partir, la paz de la mañana y la deliciosa sensación de despertar en medio de la nada. Más bonito -diría Alberto Benavides-: el silencio.

Alberto, nos recibiría en el siguiente destino: Samaca, donde descansa la arena. Fundo orgánico al que llegas por un camino a memoria, un espacio donde más de treinta personas conviven en armonía con la tierra.¨Tierra que no pesa: río, árboles y hombres rodeados de sueño, de viento, de uvas y mujeres¨ – nos dijo. Nos dejamos llevar por el río, una y otra vez. Con Rafo Benavides y Francisca Barrios, exploramos la rutaque va a la mar. Encontramos cañones amarillos y en el medio de la nada, una ola perfecta. Nos hicimos íntimos. De ahí alcanzamos Punta Lomitas, donde abundan lobos y aves guaneras. No en vano está protegida. Allí recibimos el atardecer, las siluetas de pescadores deportivos a la distancia.

Partimos, nuevamente hacia el sur. Pasando Nazca, nos adentramos hacia el desierto una vez más. Descubrimos Cahuachi y luego Usaca. Allí encontramos huarangos milenarios que no reciben el merecido respeto. A Consuelo Borda y Evelyn Ruiz, de la Asociación Civil Grupo Aves del Perú, les cambia la mirada. Se frustran pero no claudican. Recogen con sus manos semillas que convertirán en bosques. De testigo solo los médanos. Cuerpos de arena en continuo movimiento, están de paso, como los hielos. A mitad de la noche salimos a explorarlos, nos contaron historias atemporales.  Dormimos a la intemperie. La noche siguiente lo haríamos en Wasipunko, la casa de Olivia Sejuro y sus hijos. Allí uno es recibido con puertas y sonrisas abiertas de par en par.

Volvimos a la carretera. Nuestra última parada sería Atiquipa. Allí el desierto es interrumpido por miles de hectáreas de lomas verdes. Un aceite de oliva exquisito. También un lugar privilegiado para escalar. En lo alto, se yerguen atrapa nieblas que sirven para reforestar las lomas, ruinas y miradores desde donde ves a lo lejos el mar. Un azul intenso bañando las playas de Chala y Jihuay, olas que invitan a los aventureros. Conversamos con Julieta y Roberto de la Torre, este último Presidente de la Comunidad. Conocimos su compromiso. Entendimos por qué pronto serán homenajeados por los esfuerzos de conservación que realizan. Recargados, cerraríamos el viaje  con un chapuzón en Puerto Inca, un lugar privilegiado para despertar. Allí los caminos incas nos tentaron a seguir recorriendo nuestra tierra. Habíamos pasado una semana en el desierto. No hizo falta mucho para (des)conectar.