Por Walter H. Wust / www.walterwust.com
Oculta entre la niebla, a solo dos horas de las costas liberteñas, un par de pequeñas islas blancas se ha convertido en el paraíso de las aves guaneras. Miles de criaturas baten sus alas en un remolino eterno; cientos de polluelos nacen y padres celosos luchan por un espacio en este reducido pedazo de tierra en medio del océano. Descubra los secretos de las “Galápagos peruanas” en el corazón de Trujillo.
Tras una hora de navegar en línea recta desde Puerto Morín, al sur de Trujillo, nuestra pequeña chalana se detiene y quedamos a merced de las olas grises y el viento. La bruma del amanecer cubre aún el litoral y nos impide ver a más allá de veinte metros. De pronto, nuestro timonel aguza el oído, implora un poco de silencio a las aguas y, sin mayor explicación, enciende el motor y se dirige hacia la nada. “Es por allá”, nos dice confiado en su decisión. Guiado por su experiencia y por el reclamo lejano de lobos marinos que nosotros nunca escuchamos, don José Vela, sargento de playa de Puerto Morín, nos conduce a través de la niebla hacia un lugar que parecía existir solo en los libros de historia: las islas Guañape, una de las principales reservas guaneras del país, donde gracias a la gestión de Proabonos (hoy AgroRural) y al celo de sus solitarios protectores, los guardaislas, se ha logrado mantener una fabulosa población de aves guaneras –guanayes y piqueros comunes– que bordea los 800 mil individuos.
Es fácil decir 800 mil individuos… un millón seiscientas mil alas. Lo que no es fácil es imaginarlos en pleno vuelo, bañados por el sol de un atardecer incendiario. Es lo más parecido a estar en el fondo de una licuadora: cientos de miles de aves volando en círculos sobre nuestras cabezas, oscureciendo el cielo y gritando su libertad. Y de paso regalando guano por doquier sobre la roca pelada y, de paso, sobre uno.
Don Uriel La Torre, especialista en conservación de Proabonos, nos acompaña en la travesía. Mientras observa con ternura a un pichón recién nacido, nos explica cómo la protección de las aves guaneras garantiza no solo la producción del preciado fertilizante, sino que permite el funcionamiento del complejo ecosistema marino de las islas: “el 50% de las deyecciones de las aves es vertida al océano, fertilizando el agua y permitiendo el crecimiento de plancton. De esta forma, los cardúmenes de anchoveta –el principal alimento de las aves guaneras– pueden obtener sustento. El ciclo se renueva en un típico caso de simbiosis. Sin las aves, el mar sería más pobre y la población de anchovetas decrecería aún más”.
En las islas nos recibe una pequeña ciudad en ruinas formada por construcciones de estilo republicano cubiertas por estalactitas blancas y decoradas con plumas secas, recuerdos de una época de auge en que las Guañape eran un importante centro de recolección de guano a principios del siglo XX. Hoy, los edificios y balcones lucen abandonados como mudo recordatorio de cómo no se debe explotar un recurso.
Caminar por las islas es una aventura indescriptible. Miles de piqueros comunes descansan sobre una capa de guano de veinte centímetros, imperturbables ante las cámaras y nuestra curiosidad; nidos repletos de huevos y pichones por todas partes; legiones de guanayes moviéndose en masa como si se tratara de una gran capa negra que el viento ondea a su antojo; y los cantos ensordecedores de las aves sobre nuestras cabezas. Pocas veces se puede ser testigo de tanta vida.
Toda esta abundancia no es gratuita, se debe a un puñado de hombres venidos de sitios lejanos, como el Callejón de Huaylas, el Altiplano o la jalca cajamarquina. Hombres impasibles, que pasan varios meses solos en medio de un mar de plumas y excremento ahuyentando a los depredadores y a los pescadores que se acercan demasiado a “su” isla. En Guañape Sur, por ejemplo, vive Anselmo Melo, un caracino que llegó a los 22 años a trabajar en una campaña de guano y decidió quedarse para siempre en las islas. Ha estado en casi todas y hoy vive en Guañape con Estrella, una perra a la que ha enseñado no traspasar los límites de las instalaciones para no asustar a las aves.
En la Guañape Norte, más grande que la anterior, viven Zenón y Zenaido, quienes llevan más de una década protegiendo plumas. Caminando por entre las aves nos explican que su principal problema son los pescadores y marisqueros que vienen de sitios lejanos para depredar el litoral y ahuyentar a las aves. De pronto, observamos una cría de piquero a punto de romper el cascarón; en un instante mágico somos testigos de cómo la vida se abre paso en medio del océano. La tarde está llegando y las aves se disponen a buscar refugio para pasar la noche. Para nosotros es tiempo de volver. Y regresamos aliviados de que –en medio de tanta depredación– existan personas empeñadas en conservar este tesoro para el futuro.