Por: Walter H. Wust / www.conservamos.org
El tiempo se ha detenido. Un zarcillo acaba de posarse tranquilamente sobre la proa maltrecha de un bote pesquero hundido en la playa Pan de Azúcar, a cinco kilómetros del litoral. El sol parece fundirse sobre las olas y el viento trae consigo el rumor de criaturas que han habitado en este lugar durante millones de años. El verano ha comenzado y en las islas de Paracas los grandes lobos marinos –llamados “caimanes” por los pescadores locales– se aprestan a defender sus harenes, mientras las playas de arena empiezan a poblarse con miles de playeros, gaviotas y rayadores que acaban de llegar de su largo viaje estacional de varios miles de kilómetros. Nuestra elegante ave se inquieta sobre su cómodo mirador y, sin más preámbulo, levanta el vuelo en busca de su bandada. Es hora de comer y nada mejor que patrullar las aguas frías en busca de algún cardumen de anchovetas o algún crustáceo distraído entre las olas.
Así transcurre la vida en Paracas, con sus ritmos invariables, a veces interrumpidos por los cada vez más frecuentes fenómenos del El Niño, que alteran las costas con las aguas tibias que vienen desde el norte. Aquí, a pesar de la competencia por su principal fuente de alimento, sobreviven estoicas las últimas grandes colonias de aves guaneras del litoral peruano: guanayes, piqueros y pelícanos que pintan de blanco con sus deyecciones las antiguas islas de la Reserva.
Esta enorme explosión de vida se origina en las aguas frías de la corriente de Humboldt, donde la abundancia de plancton, organismos minúsculos que hacen del mar peruano una nutritiva “sopa” para peces como la anchoveta, que se reproducen en grandes cantidades y sirven de alimento a un sinnúmero de aves y mamíferos marinos. Por esta razón, el estado peruano reconoció 335 mil hectáreas del litoral de Paracas bajo la categoría de Reserva Nacional el 25 de setiembre de 1975, convirtiéndose en la primera área natural protegida del Perú en conservar ecosistemas marinos.
Mundos en miniatura
Las islas de Paracas –Ballestas, San Gallán, La Vieja, Santa Rosa, Valdivia y Zárate– conforman verdaderos laboratorios de vida, donde los ciclos de este gran ecosistema oceánico se pueden observar claramente. Lugares fuera del tiempo donde no existen los relojes, los teléfonos celulares, el caos citadino ni las reuniones de trabajo. Aquí la agenda se controla a través del vaivén de los botes artesanales y de la llegada de las aves migratorias, las medusas y camaroncillos.
Lejos de la presión que el guano ejerció sobre ellas en siglos pasados, las islas intentan recuperar su antiguo esplendor. Incluso se encuentran bajo la administración de un par de instituciones que funcionan como un eficiente binomio estatal: Agrorural, dependencia del MinAgro, se encarga de explotar el recurso de forma racional, y Sernanp, organismo dependiente del Minam, conserva el ecosistema y regula la actividad turística.
Es responsabilidad de todos –Estado y empresarios, viajeros y científicos– cuidar el litoral y el mar de Paracas por dos razones básicas: la primera es que no somos dueños de esta tierra y menos de sus habitantes y por ello, no tenemos derecho a destruirlos; la segunda es que, a la luz de decenas de años de investigaciones, no podemos acabar con recursos que, bien manejados, podrían convertirse en la base del desarrollo sostenible en el país.
Las islas del millón de dólares
Las islas Ballestas, que forman parte de la Reserva Nacional Islas, Islotes y Puntas Guaneras, reciben cada año a cerca de 200 mil visitantes en excursiones náuticas que parten del embarcadero de El Chaco, en la bahía de Paracas. Su aporte contribuye de manera sustancial a la gestión de la Reserva, a la investigación aplicada y al desarrollo de la región. Si bien la actividad turística tiene mucho por mejorar, el resultado de años de esfuerzos está a la vista.
Guardaislas andinos
Aquí, en medio del más alucinante mar de plumíferos, viven los guardaislas: solitarios personajes que habitan en viejas casas despintadas por el sol y el guano y se encargan de monitorear la salud de las poblaciones de aves guaneras. Se trata hombres abnegados, muchas veces venidos de los Andes, que han aprendido a vivir en la soledad más absoluta, que miden la cantidad de aves en hectáreas (una hectárea de guanay equivale a cien mil aves, mientras una de piquero a cincuenta mil) y que han cambiado sus nevados y huaynos por el viento y la sal.
++ Notas relacionadas:
– Aves migratorias llegan a su destino prioritario, el Perú.