Por Walter H. Wust
Cada mañana, como hace tantos años, don Mercedes Huamanchumo baja por las calles de Huanchaco y se detiene frente a la orilla del mar, a ver las olas. Han pasado muchas décadas, casi ocho, desde que de niño disfrutaba con sus amigos desafiando las rompientes sobre pequeños caballitos de totora, construidos por sus padres para que adquieran destreza en el arte de sus ancestros. Más tarde, el juguete se convirtió en herramienta de trabajo. Cargado con redes cortineras, piedras como pesos y señuelos de bronce pulido con arena, sortearía las mismas olas de espuma blanca para llegar a las zonas de pesca y llenar sus jabas con sucos, cachemas, lisas y claro, esos cangrejos con los que, Gloria, su mujer, prepararía el tradicional reventado que hace chuparse los dedos a grandes y chicos.
Una historia que se ha venido repitiendo por siglos y que conocemos gracias al trabajo de los artistas mochica y chimú. Por sus evidencias, sabemos hoy que los caballitos de totora –tup en lengua Sec, usada en el norte– se construían en dos variantes: una de uso individual y otra de gran calado, capaz de transportar hombres y carga.
En referencia al primer tipo de balsa, el Inca Garcilaso nos cuenta que: “Son de un haz de enea del grueso de un buey. Átanlo fuertemente y del medio adelante lo ahúsan y lo levantan hacia arriba como proa de barco, para que rompa y corte el agua. De dos tercios atrás lo van ensanchando. Lo alto del haz es llano, donde se echa la carga que ha de pasar… los indios de toda la costa del Perú entran… cuatro y cinco y seis leguas mar adentro. Y más si es menester, porque aquel mar es manso y se deja hollar”.
Alexander von Humboldt durante sus viajes por el Perú describe también a una de ellas: “es una embarcación extraordinaria de los indios peruanos llamada caballito… [hecha de] dos paquetes de totora de 5-7 pies de largo amarrados juntos, una especie de balsa cónica, elevada en la proa para surcar las aguas y cortada en la popa… [que] el indio gobierna, sentado en el interior hueco, con una larga pértiga puntiaguda de los dos extremos, y que sirve de doble remo”.
Los primeros españoles que visitaron las costas de Lambayeque y La Libertad nombraron “caballitos” a estas curiosas embarcaciones ya que el tripulante se sentaba en ella como si estuviese montado en un animal, con ambos pies en el agua. María Rostworowski señala que las balsas de totora fueron empleadas entre Pimentel, en Lambayeque, hasta Pisco, en Ica.
El padre Cobo en la Historia del Nuevo Mundo, dice: “Las más comunes [embarcaciones] deste reino son hechas de enea seca o de otro linaje de juncos, y fórmanlas desta manera: lían con cuerdas dos haces de enea… los cuales quedan bien apretados y redondos, con la punta de la proa delgada […] sin más costa ni artificio queda toda su perfección la balsa, con el suelo que asienta en el agua llano, o en la forma de canal para que no se vuelque ligeramente, y de la misma figura la parte de arriba, donde se pone la carga”.
Los caballitos en la actualidad se siguen construyendo de manera similar a como lo hacían los antiguos moches y chimúes. Los pescadores mantienen zonas del humedal cercano destinadas al cultivo de la totora –llamadas huachaques, quizás la voz que dio origen a Huanchaco, el nombre del lugar. Cada familia se encarga de sus huachaques, los mismos que les proporcionan los tallos de junco necesarios para la construcción de sus embarcaciones.
La creatividad de los pescadores ha incorporado trozos de poliestireno expandido (conocido localmente como tecnopor), provenientes por lo general de empaques de electrodomésticos. La adición de bloques de este material, extremadamente liviano y barato, o de envases vacíos de bebidas gaseosas (tereftalato de polietileno o PET), permite una mayor flotabilidad y extiende la vida útil del caballito. Las fibras de totora, por su parte, se van humedeciendo y ganando peso, lo que indica que el caballito debe ser descartado al cabo de unas 8 a 10 semanas. Los materiales “extra” y las cuerdas de nylon, sin embargo, se guardan y reusan a lo largo del tiempo.
Un constructor hábil puede preparar un caballito de totora en menos de dos horas… pero sortear las olas es una destreza adquirida que toma años en perfeccionarse. No hay duda que el uso de los caballitos data de, al menos, cinco mil años en las costas del Perú. Herramienta de trabajo, vínculo con la tierra y el mar, y hasta instrumento de disfrute –sino que lo digan las decenas de miles de surfistas que hoy surcan nuestras olas–, los caballitos del norte son y serán siempre un elemento cultural memorable de nuestro litoral.
Balsas de gran porte
Por medio de la iconografía mochica hemos podido conocer de la existencia de grandes balsas de totora, como las que aparecen en la llamada Ceremonia del Caballito de Totora, donde se puede apreciar una embarcación con hasta cuatro personajes en la cubierta y hasta cuatro prisioneros en una suerte de depósito, donde también se guardan algunos cántaros de barro. Hans Horkheimer, por su parte, las describe como: “largas balsas… para cuatro personas y algo de carga… algunas con doble cubierta, sirviendo la de debajo de bodega”. Larco afirma que: “emplean grandes balsas para la pesca y para el transporte marítimo de los ejércitos”.
Sobre la construcción de los caballitos de totora, Larco anota que: “dura un tiempo increíblemente corto, apenas si una hora. Para ello, huanchaqueros siegan la corteza madura que dejan secar por algunos días… cuando está deshidratada, forman… dos grandes haces que se componen de tallos iguales, generalmente de cien en cada bastón. Desde su base se empiezan a liar… con una larga y fuerte cuerda denominada quiranga, que va enrollándose cada vez en menor espacio… a un metro de la base se colocan dos nuevos bastones destinados a formar la caja del caballito. La cuerda une fuertemente estos haces con los primarios hasta fundir todos en un solo gran cuerpo; allí se le hace una doble amarra o ligadura con un cable que se denomina huangana. Esta ligadura forma la cintura del caballito y es el sitio donde se acomoda el pescador…”, luego se procede a asegurar los haces con una nueva huangana, que le da al caballito su forma definitiva.
En la actualidad, los caballitos de totora pueden ser vistos en las caletas de Pimentel, Santa Rosa y Huanchaco, donde sobreviven algunas decenas de pescadores que, como don Mercedes, se hacen a la mar al despuntar el alba sobre sus balsas en busca del mismo alimento que hizo prósperos a sus antepasados.